
Apriétala contra tu paladar, me dices mirándome fijo a los ojos. Y tu boca entreabierta a centímetros de mis ojos, me provoca un calor insoportable. Alzas la copa roja llena de vino color miel y la llevas a mis labios. Y bebo.
Eres como el vino, te digo. Te disfrutas mejor de a sorbitos, no sabes cómo terminas tomándote la botella entera. Aprendes a degustarlo y no puedes evitar desear otro.
Sonríes. Siempre sonríes.
Te levantas al baño y me quedo sola frente al espejo, el mismo que refleja tus ojos de pantera sobre mi hombro, cuando regresas sigiloso por mi espalda. Me atrapas entre tus brazos y tus manos se esconden bajo mi ropa. Un escalofrío me recorre entera.
Cómo lo haces, te pregunto en un hilo de voz suplicante, cuando siento que voy perdiendo la cordura ( y la compostura y cualquier vestigio de voluntad que me quedara todavía). No respondes nada. El vino ya se me subió a la cabeza. Tú te me subiste a la cabeza. Estoy absolutamente borracha, ebria y adicta a las mil maneras que tienes de amarme.